Magalí Etchebarne: “Lo que en la vida me resulta muy denso, en la escritura necesito que me sirva para algo”
La escritora y editora argentina es autora de un poemario y dos libros de cuentos. La vida por delante —ganador del Premio Ribera del Duero 2024— reúne cuatro relatos lúcidos, cotidianos y universales, atravesados por el dolor, la memoria, los vínculos y la figura materna. En sus relatos, Magalí tiende una alfombra sobre la tragedia, y al caminar sobre ella, la pisada se siente más amable y mullida.
Por: Sara Casanovas
¿Qué significa para ti “tener la vida por delante”?
Es el título de uno de los cuentos. La frase se la dice —con buena intención— la suegra a una adolescente cuyo novio murió en un accidente. Es algo que me decía mi mamá cuando intentaba consolarme si sufría por algo. Pero no me gustaba, me parecía una frase amarga. Era una forma de decirme: “esto va a pasar, tenés toda la vida por delante”. Pero yo siempre pensaba: ¿qué vida? ¿Cómo es la vida si uno no resuelve eso? La vida que tienen estos personajes por delante es el pasado. En todos los cuentos, lo que está adelante, lo que miran, lo que cuentan y a lo que vuelven es sobre el pasado. En el último cuento, el cuarto, la forma de contar a los personajes es ir hacia atrás; que también fueron felices juntos, se ilusionaron y se enamoraron alguna vez. Esa vida que tienen por delante es, para mí, lo que ya pasó. No existe lo que vendrá. Quizás todo está atrás, más que adelante.
Hay escenas que son tan naturales y verosímiles que una piensa: “esto tuvo que pasar así”. ¿Qué lugar tuvo la edición y reescritura para lograr esa frescura?
Algunas cosas me pasaron, las conozco. Mi madre no estuvo tan senil como la mujer del primer cuento, pero sí mi abuela; al final estaba muy confundida. En mi infancia y adolescencia había muchos viejos, y mi relación con la vejez siempre estuvo presente. Ese ver cómo olvidan lo inmediato, pero recuerdan con mucha lucidez lo lejano son cosas que siempre me llamaron la atención. También cómo los viejos vuelven a ser niños o la relación con su propia madre. La memoria siempre me dio mucha curiosidad. La experiencia de haber cuidado a mi madre fue algo que le pude prestar al personaje. Es muy difícil que no se cuele algo de la propia vida. No sé si me interesan los personajes perfectamente construidos, si no detecto la rigurosidad de la verdad, el lugar donde hay una imperfección, una contradicción o algo miserable, que en general nace de la verdad y de la honestidad.
En tus cuentos hay humor y tragedia. ¿Cómo trabajas el equilibrio?
Mientras escribía estaba atravesando momentos familiares difíciles, como lo es enterrar a los padres. Antes de La vida por delante publiqué Cómo cocinar un lobo, un poemario sobre la muerte, el duelo y vaciar una casa. De alguna manera, todo ese dolor y la enfermedad llegaron también a estos cuentos. Durante la escritura me di cuenta de que había mucho de eso. La pregunta que me hacía era si los personajes podían hacer cosas en medio del dolor. Porque muchas veces paraliza, shockea, confunde. Me pareció que sí, que desde el dolor se podía narrar y que en general, los personajes —que son mujeres desorientadas, medio desesperadas— podían hacer algo con todo eso. Pero tenía que bajarle el volumen. No es que quisiera que hubiera humor porque al intentarlo fracasás, pero sí me daba cuenta de que las escenas necesitaban sus desvíos. Esa fue la manera de alivianar lo que les pasaba.
Hay algo de la narrativa japonesa donde lo de afuera parece estar bien, pero a medida que leemos, revela que no todo lo está. ¿Cómo trabajas ese tirar del hilo para desplegar a los personajes?
Hasta que no los completo con detalles, no tengo una idea de quiénes son. Voy atrapando cosas de diferentes lugares: les presto algo mío, robo gestos que le vi a alguien. El personaje que es director de obras de teatro tiene bastante de algunas personas que conozco, pero un día vi a un extraño revolviendo un café con un cuchillo y me pareció un gesto que ese personaje podía usar. Lo mismo con la escritora de novelas eróticas. Ella es una mujer excéntrica y una vez vi a una adulta ponerse tatuajes temporales y me pareció que ella podría también no tatuarse de forma permanente; es un gesto algo infantil. Voy buscando detalles para alimentar a los personajes, para poder verlos yo también. No quiero que se parezcan todos a mí. Para eso necesito esa recolección. Hay una frase de Flannery O’Connor que dice algo como: el escritor está más preocupado por qué zapatos va a usar el personaje que por cualquier otra cosa. Yo paso mucho tiempo pensando cómo mostrar que el personaje hable así, que sea miedoso o paranoico. No alcanza con decirlo: hay que mostrar qué hace, qué dice, cuáles son sus tics. Ahí es donde “paso más tiempo” y donde más disfruto: en esa cacería de detalles.
Hay algo de lo efímero y lo inalcanzable en algunos personajes que parece ligado al pasado y la memoria. ¿Qué te interesaba de esas temáticas?
Me gusta la idea de que el pasado esté delante, que sea lo que los personajes ven: un peso, una carga. La sensación de que ellos no eligieron lo que les pasa ni cómo viven, ni que resulte fácil salir de ahí. Hay algo de esa cárcel cotidiana, de los días iguales, que hacen que la vida resulte densa. En general, lo que en la vida me resulta muy denso, en la escritura necesito que me sirva para algo. Creo que con el dolor pasa lo mismo: uno se venga del dolor en la escritura, del paso del tiempo, del desamor. Lo escribís y lo retenés. También escribo lo que no pasó. Pruebo cómo hubiera sido de haber pasado. Los personajes no eligieron todo y si lo hicieron no es algo placentero. En el último cuento eso se ve muy bien. No es tan fácil salirse de ciertas garras: la monotonía, la rutina, las vidas de clase media ordenada que, aunque son muy privilegiadas, a veces también son muy infelices. Hay algo de eso que yo quería mirar desde adentro, como si fuera un embudo.
Algunos personajes no pueden escapar de ciertos roles, sobre todo, los ligados a los cuidados. Son mujeres que hacen trabajos invisibilizados, pero fundamentales. ¿Cómo pensaste su forma de estar?
En general me interesa poco escribir sobre artistas porque está todo dado, pero lo que es secundario, que está abajo del escenario me genera muchísima curiosidad. Con lo de los cuidados, yo no tengo hijos, pero tengo muchas amigas que sí y veo que en general esas tareas recaen bastante más en las mujeres o empleadas a las que se les paga. Y en la vejez de los padres, entre los hijos varones y las mujeres, ocurre igual. No digo que siempre sea así, hay muchos hombres que cuidan, pero son trabajos invisibles, difíciles, ingratos, tristes. En todos los cuentos terminaron apareciendo oficios invisibles o labores secundarias. Me di cuenta de que había algo de eso que estaba subrayando.
¿Qué lugar le querías dar a lo intuitivo, lo esotérico o mágico?
Yo edité mucho tiempo libros de autoayuda y esoterismo y hay algo muy fuerte con lo esotérico en Argentina, sobre todo, en los últimos años. A veces me interesa muchísimo. Pero hay una parte de mí que descree también. Tengo ese vaivén. Leyendo el material sí me enteré de esta piedra de Obsidiana que es una piedra negra —parecida a un huevo—hecha de restos volcánicos y que aparece en la portada. Es muy curioso, se usan para ponerse en la vagina porque tiene supuestamente poderes transformadores. Nunca había visto un huevo en vivo, solo había leído y escuchado. Cuando viajé a México me compré una. Necesitaba verla. Una amiga me dijo “puede ser que descreas, pero solo escribiendo sobre ella mirá todo lo que te pasó”. Siempre está esa lectura supersticiosa que encuentra su confirmación en la realidad.
¿Qué debe tener un cuento para que te atrape?
Tiene que empezar a sonar como una canción, y uno sabe si la va a querer escuchar o no. Creo que es una combinación entre imagen y voz lo que hace que funcione, que uno quiera quedarse ahí. Si está bien hecho, es irresistible. Siempre tengo la sensación de que se me va a develar algo. No tiene que ser del orden de lo imprevisto; a veces es el secreto anímico del personaje. No sé si eso opera en mi propia escritura, espero que sí. Lo que más deseo es que ese secreto salga a la luz. A veces está dicho desde el comienzo. Después, los cuentos son como artefactos. Quiero que en el primer párrafo esté todo: los personajes, el tono, el clima. Lo que Flannery O’Connor llama “la personalidad del drama”. Luego el trabajo es más de sacar que de agregar. Voy podando las digresiones, mis propios vicios. Aunque tengo esta sensación de la que habla Claire Keegan: que el cuento se está desmoronando. Es como llevar una bandeja llena de cosas y finalmente llegar hasta la mesada. Y cuando consigo llegar a puerto—que suele ser al final—, aunque no sea redondo, conclusivo ni haya una deducción clara; hay un tono y ahí me siento contenta. Es una gran alegría. Luego vuelvo atrás para emprolijar eso. Justo anoche leí el cuento Separados, de Alejandra Kamiya. Es hermoso. Una mujer escribe sobre sus padres, que se separaron cuando ella era chica y se reencuentran en la vejez. Me hizo llorar mucho. Entonces volví a otro cuento que siempre me hace llorar: La casa de chef, de Carver. Todo está ahí. Ya sabes cómo va a terminar. Es obvio. Es tremendo, y no me lo olvido. Es breve, se lee en siete minutos. Creo que esa potencia de los buenos cuentos la percibo cuando los termino. Sé si se van a quedar en mí para siempre o no.
¿Qué estás escribiendo?
Cuentos, pero también empecé con un proyecto que es muy amorfo todavía. Llevo el diario de una perra. Y a la par avanzo muy lento en una novela sobre un secreto. Hace poco me di cuenta de que quizás todo lo que estaba escribiendo era parte de lo mismo. Así que estoy poniéndome el traje de baño para entrar al mar y ver qué pasa.
Imagen: © Catalina Bartolomé